*Por Gisela Colombo

“Anatomía de un escándalo” es una serie estrenada recientemente en una de las plataformas de streaming más populares. Se trata de un producto británico bien realizado, que guarda meticulosamente cada detalle, lo cual le granjea resultados satisfactorios. 

Un conjunto de seis episodios de aproximadamente 45 minutos de duración es el que relata la historia de James Whitehouse (Rupert Friend), un aristócrata inglés educado en Oxford, que se desempeña como ministro al principio de la tira y es removido de allí para darle un cargo de premio consuelo mientras se aclara su conflicto. Es que una mujer joven con quien trabaja en el Parlamento lo acusa de haberla violado dentro de un ascensor del edificio. Durante cinco meses habían tenido una relación amorosa que sitúa la figura de Whitehouse como adúltero, a pesar de ser cabeza de una familia pretendidamente ejemplar. El político decide la disolución de ese vínculo y el episodio problemático sucede unos días después.

Sophie (Sienna Miller), su esposa, encarnará la perspectiva desde donde se enfocan los sucesos. La amistad del protagonista  con el Primer Ministro contribuye al escándalo y acrecienta las presiones de la prensa y la opinión pública. Y la irrupción de una antigua víctima de tiempos universitarios en que el protagonista compartía excesos y conductas libertinas con sus socios de estudio, agrava el cuadro del sospechoso, aunque jamás se explicite en sede judicial. 

Dirigida por S.J. Clarkson y con un guión de Melisa James Gibson y David Kelley, adaptadores de la obra literaria de Sarah Vaughan, la tira tiene credibilidad y sustento argumental. Si fuera necesario puntualizar la clave de esta ficción, el tema del consentimiento es sin dudas el quid.

La clave está en la interpretación que se hace oficialmente de los relatos de presunta víctima y presunto victimario respecto al hecho y su consentimiento.

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Es cuando emerge la polémica más valiosa que reproduce esta serie. La misma que transparenta la evolución cultural de las sociedades contemporáneas respecto a sus referentes anteriores. En nuestra cotidianidad el consentimiento ha de ser una explícita aceptación verbal. Parece bien claro visto desde la frialdad de los estrados. Sin embargo, también ha sido cierto que la educación femenina de los siglos anteriores supone un silenciamiento no sólo de las necesidades instintivas de la mujer que conducen a la actividad sexual. También se las ha educado para callar y disimular las emociones. Una dama decorosa debía esconder sus anhelos junto con todo atisbo de expresar sentimientos de atracción, deseo o interés romántico. Por el contrario, se identificaba la honradez con el silencio y la negación deliberada del mundo emocional. En tal panorama, consentir de modo explícito era visto como una entrega oprobiosa de la voluntad, un acto de debilidad o de franca carencia de amor propio y autoestima. 

Largos milenios han educado a sus mujeres de ese modo. El varón, en ese contexto antiguo, debía ser iniciado en el lenguaje gestual que elude la censura racional. Y, asimismo, tenía que aprender a leer esas señales inconscientes que las mujeres serias, ofrecen aun sin intención.

En esta escena que motiva el juicio hay tanto de una mirada actual como de la otra más antigua. Diríase que el protagonista lee aquello con parámetros obsoletos y su hermenéutica le dicta seguir adelante con el criterio de que la víctima no manifiesta directa y explícitamente que no desea sexualidad. 

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La ambigüedad tiene el clímax en una fórmula que pronuncia la víctima: “Aquí no”. En torno a esta expresión, parte de la biblioteca infiere un “No, no quiero”, mientras la otra interpreta que la negación es circunstancial. “No quiero aquí”. Esta segunda opción deja abierta la posibilidad de suponer que, tratándose de otras circunstancias locativas, podría considerarse un “tal vez” o un deliberado “sí”. 

La polémica está abierta y no parece que vaya a agotarse en el corto plazo. Quizá sea útil esta puesta en escena que exhorta a la reflexión y el debate de las sociedades contemporáneas como ariete de un asunto cultural que no es estanco, sino extremadamente dinámico.