Por Gisela Colombo

“El hombre de tu vida”: cuando el amor se vuelve un papel y la soledad, el fondo de verdad.

“El hombre de tu vida a Netflix”, serie argentina que se transmitió en televisión abierta hace más de doce años, convocada por la plataforma Netflix.

Es curioso, solo si uno no tiene en cuenta que es Campanella su creador. Porque a juzgar por eso, no extraña la universalidad del planteo, a pesar de sondear un argumento imposible de pensar en otras épocas y de un modo innegablemente argentino.

Lo cierto es que tal como ocurre con la totalidad de los productos del director, encanta, emociona pero también interpela.

Doce años son nada, para una ficción que profundiza en lo humano al punto de tornarse honda. Se trata de una historia que sigue leyendo a nuestra sociedad, por cambios que nos hayan traído la tecnología, la geopolítica, los giros culturales, etc.

La historia revisa algunos mecanismos universales. El propósito de gustar para luego amar y ser amado se convierte en una transigencia que acaba por despersonalizar, por desdibujar las particularidades individuales. Todo ello en nombre del horror vacui vincular, de la soledad. ¿Acaso no es habitual que alguien se invente versiones de sí mismo para ser elegido?

Pero amén de la condición doliente del planteo, “El hombre de tu vida” juega siempre en el tono más connatural de lo argentino al que Campanella siempre hace culto: lo tragicómico.

En principio podría pasar por una comedia ligera. Pero no lo es.

Hugo Bermúdez trabaja en una agencia que promete encontrar “el amor de tu vida”, pero lo que en realidad vende es ilusión. Él es el recurso más efectivo del negocio: un hombre capaz de convertirse en lo que la clienta cree que quiere. Adopta el tono, los gustos, la sensibilidad, las palabras correctas. No para enamorar, sino para provocar un rechazo rápido y controlado, como si el fracaso fuera una estrategia de protección emocional. Y lo es, finalmente.

Ese giro, que podría quedarse en chiste, abre algo más profundo. Porque la serie, con mucha inteligencia, usa la ficción de la agencia para hablar de algo que todos conocemos: la actuación cotidiana que hacemos cuando queremos gustar, cuando queremos pertenecer, cuando tememos que la verdad no sea suficiente. Hugo cambia de máscara en cada episodio, pero en cada máscara se filtra su propia fragilidad, y ahí aparece lo verdaderamente conmovedor.

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Francella está extraordinario justamente porque no se burla del personaje. Hugo puede ser torpe, contradictorio, incluso patético en algunos momentos, pero nunca es una caricatura. Es alguien intentando mantenerse a flote, aprendiendo a sobrevivir con herramientas que no son del todo dignas, pero sí humanas. Y a su alrededor, los personajes de Mercedes Morán y Luis Brandoni sostienen el núcleo emocional: la agencia es un sitio extraño, casi absurdo, pero se vuelve hogar porque hay vínculos, porque hay afecto, porque hay una forma de cuidado que aparece incluso entre las pequeñas mentiras.

Cada episodio propone una cita distinta, pero el verdadero tema no es el romance, sino lo que esa cita revela. La necesidad de ser mirados con atención, el miedo a ser reemplazados, la dificultad de confiar, el deseo de ser elegidos sin tener que ofrecer una versión perfecta de uno mismo. La serie no juzga a sus personajes; los observa con ternura, otro punto característico de la mirada Campanella. Se ríe, sí, pero lo hace sin crueldad. Su humor siempre tiene algo de compasión.

Lo más interesante es que “El hombre de tu vida” no discute si existe el amor ideal. Discute la necesidad de creer en él. Señala con delicadeza que muchas veces no buscamos perfección: buscamos descanso, un espacio seguro, un gesto que no nos pida estar a la altura de ninguna fantasía. Y cuando la serie se pone seria, lo hace sin solemnidad.

Las charlas entre el cura (Brandoni) y el personaje de Francella son antológicas. En boca del sacerdote siempre hay ironía, humor, cierta paradójica irreverencia doctrinal y mucha observancia de lo que dicta la universidad de la calle.

Es destacable la interpretación de Jorgelina Aruzzi, que le pone el cuerpo a una mujer discapacitada, lúcida y graciosa por demás, y lo hace con tanta efectividad que, aunque aparezca solamente en un episodio, merecería por ello una distinción de la crítica y los mejores premios de la industria.

En tiempos de vínculos convertidos en promesas rápidas y resultados inmediatos, esta serie se toma el trabajo de mostrar lo contrario: que el amor no es un mensaje perfecto, sino una construcción lenta. Que la soledad no se resuelve con un “match”, sino con presencia. Y que ser querido, de verdad, implica algo difícil y casi revolucionario: dejar de actuar.

El hombre ideal no existe, pero el deseo de ser vistos sin máscaras sí. Y esa, quizás, es la parte más honesta de la serie.