“Argentina 1985” es, quizá, la película más esperada del año para los amantes del cine y para el público general.
*Por Gisela Colombo
Escrita por Santiago Mitre y Mariano Llinás, producida por Axel Kuschevatzky, Agustina Llambi-Campbell, Santiago Mitre, Federico Posternak, y los mismísimos Chino y Ricardo Darín, debe su dirección a Mitre y la mirada artística a Matías Videla, por paradójico que suene… Es que el archienemigo de la historia lleva el mismo apellido…
Policial
El film pertenece a un género mixto. Un documental ficcionalizado cuya estructura es una especie de policial. Los policiales clásicos inician con un delito y lo que cuentan no es cómo se llegó a él, sino describen la investigación que el protagonista, siempre un detective, realiza para reconstruir el crimen. Esos “Hércules Poirot” y “Sherlock Holmes” serán aquí el fiscal Julio Strassera y su joven colega Luis Moreno Ocampo. Y las evidencias del delito no descansarán sobre el piso frío de una calle londinense o parisina, sino que habrán sido encarnadas por un país convertido en ruina, atravesado por el terror y la delación.
El año y los meses que separan el inicio de este juicio, de la asunción de la democracia en manos de Alfonsín no habían neutralizado el poder de daño de las juntas militares. Allí reside la tensión del relato. En tiempos en que pocos se atrevían a explicitar lo que, lava oculta de una tierra todo volcán, todavía no alcanzaba la superficie… Cuando menos patriotas incluso se atrevían a hacer memoria inmediata, estos “fiscales”, los testigos y los mismos jueces no sólo se atrevieron a recordar, evocar y narrar, también hicieron historia aplicando la justicia que el film compara, en su rigor y osadía, con el juicio de Nüremberg.
La fuerza de los hechos narrados exime a una obra como ésta de la necesidad de exhibir cierta espectacularidad y la producción se enfoca –y así debe ser– en el esfuerzo por hacer lo más verosímil posible el retrato histórico.
Y en eso, sin dudas, “Argentina, 1985” logra su cometido. La reconstrucción de época, las cuestiones que obran como guiños de identidad argentina, la música evocada, las actuaciones y hasta los comentarios susurrados que circulaban por toda la sociedad sin ser, en ese momento, los gritos que luego resultaron tan fáciles de alzar. Tan fáciles que pronto se tornaron discurso oficial. Éstos –Strassera, Moreno Ocampo y el equipo de jóvenes entonces inexpertos que trabajaron a sus órdenes– fueron héroes precisamente por ello. Porque todavía no era simple decir la verdad. Mucho menos descubrirla.
Aunque las expectativas ante la película eran enormes y generaciones que lo han vivido no tendrían por qué sorprenderse, nunca es baldío volver a pasar por el corazón un hecho injusto que, en algún momento, por fin tiene su condena. Reconcilia un poco con la esperanza.
Pero no es allí donde el film impacta más. Para dos grupos será invaluable este producto artístico que construye, más que en ningún otro caso, cultura. Los jóvenes, las generaciones que han visto este juicio como otro contenido de la materia de Historia argentina, pero jamás imaginaron ponerse en la piel de sus víctimas –o en la piel erizada de sus héroes de saco y corbata– verán cobrar vida a los personajes, sangrar y llorar a las víctimas, temer, soportar amenazas, dudar, recolectar pruebas, dudar, recibir aliento, dudar, escribir alegatos y perseverar. Todo ello, mostrado con cierta sutileza, sin embarrarse morbosamente en los detalles, apelando nunca al golpe bajo sino a la humanidad que todo espectador posee.
Esta historia novelada aunque rigurosamente documentada tampoco le permitirá al público extranjero permanecer impasible frente al dolor de aldea, que descubre, detrás de los abusos de estos perversos, las iniquidades del Poder universal. Aquí más que nunca “Pinta tu aldea y serás universal.”
Belleza moral
Nada hay más universal que la emoción frente a un acto de belleza moral, que traspasa lenguajes artísticos, idiomas, geografías, culturas y cronologías. Cuando Maximiliano Kolbe, en medio de un campo de concentración nazi ofrece su vida para que no fusilen a un padre de familia ante sus hijos; cuando un señor, también en un campo semejante se dedica a embellecerle la vida a su niño proponiéndole todo como un juego, cuando un hombre permite que lo crucifiquen pudiendo reducir a polvo a quienes lo harán, no hay cómo escapar a la emoción estética que despierta la belleza moral. De esos casos conmovedores se alimenta la belleza espiritual de la humanidad, más allá de la civilización, las creencias o el tiempo al que pertenece un héroe.
Aquí no hay más que contar bien la historia para que la belleza moral que tienen los hechos, el heroísmo de los protagonistas que dudan, temen y, sin embargo, se sobreponen en nombre de un sentido de la justicia irrenunciable, es suficiente para conmover.
Amén de la realización, que es impecable, lo conmovedor no está presente en los recursos técnicos, ni siquiera se hace visible en una escena. Una belleza formal hecha de imágenes, de armonía en la estructura, exhibe todas cuestiones perceptibles por los sentidos. Pero existe otra, que apela directamente al espíritu. Si la proeza de Jesucristo conmueve incluso a gente no creyente es porque transparenta ese heroísmo que pone por delante el amor por la dignidad humana. El heroísmo con que alguien se sacrifica por otro es la más alta forma de belleza que ofrece la realidad. Una obra dramática que apele a esto está destinada a mover el espíritu de los espectadores.
Esto quizá explique los nueve minutos de aplauso ininterrumpido en el Festival de Venecia al proyectarse el film. Es que detrás de la proeza de los realizadores a quienes aplaude la crítica internacional, se mezcla, en realidad, la verdadera proeza de hombres comunes que, contra todo obstáculo, lograron llevar a juicio y condenar a nueve representantes de la Junta militar de la última dictadura cuando el fierro todavía estaba caliente.