Por Gisela Colombo

La Palma” es una serie noruega que hoy mismo lidera en popularidad las producciones que ofrece la plataforma de Netflix.

Se trata de una historia futurista, aunque de ningún modo de ciencia ficción.

El relato propone un punto de partida ameno, familiar, en una atmósfera de vacaciones. Un matrimonio nórdico y sus dos hijos viajan a La Palma a pasar Navidad, lo cual es ya un hábito de años para la familia.

Pero esta vez el paisaje no será ameno como esperan. Es que un fenómeno geológico ocurrido en 1949 en la isla dejó en estado de vulnerabilidad la tierra firme. Las investigaciones en la materia indican que su estabilidad pende de un hilo. Si la montaña en torno de la cual se alza la ciudad sufre nuevas emanaciones de gases, o una erupción que puede preverse a partir del acrecentamiento de una grieta en su seno, entonces lo que vendrá es, ni más ni menos, que un desprendimiento de tierra que acabará abruptamente en lecho marino. ¿Su consecuencia? La devastación de un tsunami de las mayores dimensiones registradas en la historia.

Como es ya un hábito de nuestra ficción contemporánea, el relato reparte la atención entre la familia y un grupo de investigadores. Puntualmente, una joven doctoranda del fenómeno que, junto con su hermano, sobrevivieron ya a un tsunami en Oriente. Con ella trabajan un académico que ha pagado altos precios profesionales por haber hecho una alerta pública de peligros que finalmente no se cumplieron.

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Por otra parte, a medida que avanzan las escenas comienza a incorporarse la perspectiva de un burócrata noruego que trabaja en el Ministerio de Relaciones Exteriores de Noruega y, casualmente, es hermano de la madre de familia llegada a La Palma para pasar la Navidad.

Estas vicisitudes aquí descritas podrían ser ingredientes de un plato virtuoso. Pero no lo son, por lo mismo que uno puede malograr un manjar si exagera en los ingredientes. La serie tiene todo para atraer. El ritmo que lleva es satisfactorio. No hay problema con las actuaciones, siempre que el espectador tenga en cuenta de que el paisaje no se corresponde con el comportamiento de los personajes, a los que caracteriza una frialdad muy poco compatible con los hijos de España.

De hecho, resulta destacable la inverosimilitud de que tanto personajes como cultura son unívocamente noruegos, cuando la acción ocurre a tres mil quinientos kilómetros de Oslo. Uno se pregunta con qué puntería se relacionan unos y otros para resultar todos noruegos.

Pero, aun así, la ficción podría no naufragar entre volcanes y tsunamis si los realizadores no se hubieran tentado con el redondo final hollywoodense, tan contrario a las realidades que promete la conciencia ecológica sostenida. Conciencia que, como no podría ser de otro modo, se explicita en las últimas escenas de la tira, con una moraleja.

Es que, hay una incongruencia natural entre ese hiperrealismo descarnado al estilo Green Peace y este moño, esta guinda sobre la torta que es el destino personal de todos y cada uno de los personajes principales.

No obstante, si eso fuera poco para tornarse lugar común, también tenemos planteos frívolos sobre el matrimonio y la tolerancia en las elecciones sexuales, aunque también la historia se atreve a sobrevolar el tema del autismo. La sensación que deja la superficialidad con que se abordan temas complejos conduce a considerar que sólo están allí para cumplir la premisa de ser políticamente correctos.

En fin, una miniserie de cuatro episodios, que logra vértigo, pero sucumbe ante la ola del menor análisis.