El ocaso de un amor” (“The end of the affair”, según el título original) es de esas obras que me hacen pensar que nada supera al cine. Todo lo demás se queda pequeño. Y lo digo desde la perspectiva de alguien que dedicó su vida entera a la literatura.

Por Gisela Colombo

Claro, está inspirada en una obra literaria… es cierto. Y fue puesta en escena por un director que también es novelista… también es cierto.

Quizá haya que decir, asimismo, que pocos rostros masculinos me resultan tan atractivos y me sugieren tanto como el de Ralph Fiennes. Podría ser otra razón que explicara mi fascinación. Quizá la belleza de Julianne Moore también contribuya. Aunque sin dudas lo que hace la diferencia es que fue Graham Greene quien pensó, antes que nadie, este drama literario.

Lo cierto es que la experiencia de mirar este film, que tiene al menos 25 años de edad, se compara solo con la emoción estética que sentí cuando vi Drácula de Francis Ford Cóppola, o Cumbres Borrascosas de Peter Kosminsky. No parece casual, porque también Kosminsky es escritor.

 

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Mi labor de crítica de productos audiovisuales me ha enseñado a detectar estas obras particulares. Me refiero a aquellas que suelo aludir como “las que tienen sustancia”. Digámoslo de otro modo: Siempre que acabo con la sensación de haber entrado a un mundo completo como si yo fuera una testigo más de ese universo, como si perteneciera en las horas posteriores a ese mundo y no a mi realidad, es que visité no un film, sino una obra literaria maravillosamente puesta en lenguaje cinematográfico. Muchas veces lo ignoro de antemano, pero la sensación de haber sido expulsada en la escena final de un paraíso al que regresa el deseo una y otra vez las semanas siguientes es la mejor prueba de que ha de haber un libro previo, una novela antes de la puesta en escena.

Nunca más palmario que en esta película de Neil Jordan. Cualquier cosa que yo pueda decir al respecto debe ser tomada como una flecha que los conduzca a la pasión, pero nunca la diana a la que conducen los dardos. No lograré decir ni remotamente la belleza que entraña.

No dejaré de intentarlo, no obstante: “El ocaso de un amor” es el relato de un amor inconveniente.

Lo primero que vemos es un hombre escribiendo una historia en su máquina. Lo primero que oímos es que lo que escribe es un diario de “Odio”. Las escenas que comienza a narrar describen una tormenta invernal más que copiosa en la que él, Maurice Bendrix (Ralph Fiennes) halla bajo la lluvia a Henry Miles (Stephen Rea), quien busca a su mujer por la calle. Bendrix lo acompaña y ambos se traban en una charla en la que la infidelidad de Sarah, la esposa de Miles, es el barrunto de ambos. La confidencia revela que efectivamente el esposo se sabe engañado, pero de a poco vamos viendo en las motivaciones de Bendrix incluso más pasión por descubrir el engaño que la del propio esposo.

Miles le muestra la tarjeta de un detective privado y Bendrix le propone consultarlo él, en su nombre, por evitarle el escarnio. Ya entonces podemos adivinar que los celos provienen de una relación clandestina entre Maurice y la mujer, que al parecer ha terminado.

Lo que sucederá desde entonces y en adelante es una narrativa de idas y vueltas en el tiempo del relato que se construye como un rompecabezas y va revelando, igual que en la lectura de una novela literaria, como un oleaje, una verdad exterior en correspondencia con la verdad interior que lo anima todo. Así, el sufrimiento de estos tres personajes va increscendo sin pausa y retratando tres modos diversos de vivir aquella pleamar.

Tres evoluciones diferentes se dan cita. La resignación de Miles, sin misticismo, inmanente, que acepta el destino que le ha tocado en suerte, por su debilidad. El despertar religioso de Sarah, quien al plegarse a la voluntad divina leída en el devenir de las cosas, atesora en cada suceso los designios de Dios, que es el verdadero Norte. Para ella, definitivamente, no existe el azar.

Y, por último, el odio de Maurice, que se resiste infructuosamente al dolor, por inexorable que sea.

La profundidad del planteo llega a su resolución en las palabras de la obra literaria que está escribiendo Bendrix, desde el principio al fin. Porque también en él, aunque no quiera, hay un despertar religioso. “Este es un diario de odio”, dice en los albores. Del odio a Dios porque me la ha arrebatado, completa al final.

¿Acaso el odio y el cuestionamiento de la voluntad divina, no son, en sí mismos, un modo de dialogar con él, una oscura forma de creer?

Enmarcada en tiempos de la Segunda Guerra Mundial, el panorama exterior queda como un escenario que poco cambia las realidades dignas de ser iluminadas. La tragedia humana está en cada célula de la historia y la belleza que encierra no se ausenta aquí ni un segundo, como no lo hace nunca en las obras que merecen ser clásicas por su universalidad y por su hondura.

No queda más que agradecer a la plataforma que la ofrece (Max) y a quien haya funcionado como la mano visible de lo invisible que nos ha permitido la visión de una maravilla semejante.