Por Gisela Colombo

Across the River and Into the Trees, (Al otro lado del río y entre los árboles) dirigida por Paula Ortiz, se atreve a asumir la monumental tarea de trasladar al cine una de las obras más ásperas y enigmáticas de Ernest Hemingway. Lejos de resultar una mera traslación, la película propone una lectura poética del paso del tiempo, de la memoria y de la contingencia existencial, aunque su prestigio está marcado por sus tensiones —una de ellas, la denuncia de un vacío de inmovilidad mientras corre el reloj hacia la muerte.

Alineamiento con la tradición hemingwayana y la “Generación perdida”

La película se inserta, conscientemente, en la tradición estética y existencial que Hemingway contribuyó a consolidar dentro de lo que se conoce como la Generación perdida (Lost Generation). Este grupo de escritores compartió una sensibilidad derivada de la catástrofe de la Primera Guerra Mundial: el desencanto ante los valores heredados, la desorientación moral, el sentimiento de un mundo desquebrajado y la búsqueda de sentido en un entorno donde parecían reinar el ser para la nada y la fragmentación.

El llamado minimalismo hemingwayano —su prosa “hieloberg”, donde lo no dicho pesa tanto como lo dicho— encuentra su eco en la película: diálogos lacónicos, silencios cargados y una economía expresiva que obliga al espectador a completar los huecos.

En esa línea, Across the River and Into the Trees no intenta dotar de propósito al destino de sus personajes, sino más bien retratar el desorden interior como forma legítima de la existencia: no hay causalidad sublime, sino momentos de intersección azarosa. Esa visión del mundo —de contingencia, de fragmentos desconectados— está profundamente emparentada con esa visión literaria posbélica en la que el universo ya no está hecho para ser comprendido.

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Virtudes estéticas y dramáticas

Construcción visual del espacio como narrador.

Ortiz utiliza Venecia no solo como escenografía, sino como topografía de la memoria. El agua, los reflejos y las barcazas funcionan como metáforas visuales de lo difuso, lo móvil y lo fragmentario. Es en esos paisajes donde el protagonista parece buscar tierra firme, pero solo halla fluido emocional. Incluso el personaje de Renata lo explicita cuando confiesa que sueña con recorrer los desiertos norteamericanos en una dirección e indefinidamente. Tierra firme, destino incierto pero inexorable.

Atmósfera del silencio y el intervalo

La película privilegia lo que ocurre entre las palabras. Espacios en blanco, pausas prolongadas, miradas que se sostienen: todos esos elementos componen un tejido donde el alma de Cantwell se desdobla. Esa decisión estética es, en sí misma, riesgo: una narración que habita más lo sugerido que lo explícito.

Personajes en tránsito y la memoria como horizonte inalcanzable

Cantwell es un hombre que ya no se orienta por mapas seguros: su memoria actúa como campo minado de nostalgias, arrepentimientos y fragmentos dopados por el paso del tiempo. La relación con Renata es el mayor sinsentido que propone la ficción, donde se revela el sentir de la generación.

Lentitud que roza el estatismo

La película, en sus mejores momentos contemplativos, encuentra potencia; en otros, degenera en un ritmo que puede sentirse ensimismado en exceso. La diferencia entre contemplación y languidez es sutil, y en ocasiones la película tropieza con ella.

Vacío ético

La noción de que nada está previsto, de que cada acontecimiento podría no tener unidad moral o simbólica, puede resultar agotadora. En un cine acostumbrado a cierre, resolución y sentido, esta apuesta por la indeterminación exige al espectador un pacto de audacia: aceptar que el mundo narrativo no proveerá certezas, sino atmósferas y fisuras.

La película propone que la melancolía no es solo un tono sino una experiencia estilística: las pérdidas no convergen en redención, los gestos no significan una escala de progreso, el tiempo no conduce a reconciliaciones limpias. En lugar de un destino, hay hendiduras. En ese sentido, Across the River and Into the Trees relativiza la idea de un cosmos organizado: el mundo narrativo es contingente, el personaje no existe para encarnar una voluntad teleológica, sino para explorar la confluencia entre memoria, deseo y desorden.

Para quien aborda la película con la sensibilidad literaria adecuada, su mérito es admirable: ofrece una meditación visual sobre el fracaso de la explicación, sobre la fragilidad de la identidad cuando debe sostenerse sin mitos, sin coartadas morales consoladoras. Pero esa apuesta implica sacrificios: el cine pierde linealidad, concesiones al espectador buscan moderar el vértigo del vacío.