“El telón ha caído: la invitación al té que devino escenario”. Por Gisela Colombo
La nueva miniserie Yiya, centrada en la figura de Yiya Murano, la célebre “envenenadora de Monserrat”, toma uno de los casos policiales más resonantes de la Argentina y lo convierte en un escenario donde realidad y ficción se rozan, se confunden y se interpelan mutuamente. La producción, exclusiva de Flow, cuenta con cinco episodios de alrededor de 30 a 37 minutos cada uno, lo que la vuelve un formato breve pero intenso, pensado para ser visto casi como una obra dividida en actos.
Desde el primer cuadro, la cámara nos invita a un salón antiguo del barrio de Monserrat: una taza de té, unas masas que crujen entre dedos confiados, amigas que conversan sin imaginar que esa escena amable quedará asociada para siempre a un crimen. La ilusión de lo doméstico dura poco. Ese quiebre es la clave de la propuesta: la pared simbólica que separa actor y espectador, crimen y confesión, reportaje y ficción, desaparece sin ceremonia.
En la serie, la caída de la pared no es solo una metáfora: ocurre también de manera literal dentro de la puesta. A lo largo de los episodios, una de las paredes del departamento —la pared “real” del set— se desplaza, se abre o directamente se borra del cuadro, dejando al descubierto el artificio: se asoma el espacio de rodaje, el fuera de campo que debería permanecer oculto. Esa decisión estética convierte al detrás de escena en parte del relato y subraya que todo lo que vemos es una construcción.
En lugar de optar por el docudrama clásico, Yiya se construye como un teatro íntimo. El periodista-escritor ingresa en escena, se sienta frente a ella, pregunta y dirige a la vez. La casa se vuelve platea; la invitación al té, un llamado al centro del escenario; la trama familiar, un acto público donde lo privado se expone como representación.
En términos formales, la serie se apoya en una ficha técnica contundente: la dirección está a cargo de Mariano Hueter, también showrunner del proyecto; el guion es de Marcos Carnevale; y la producción reúne a Flow, Kuarzo Entertainment Argentina e Idealismo Contenidos, con Martín Kweller como productor y Maru Mosca como productora ejecutiva. Este equipo elige un tono que combina el suspenso del true crime con una puesta deliberadamente teatral, donde la forma se vuelve comentario de fondo sobre el propio relato.
La ambientación de los años 70 —la elección de los objetos, la textura de la luz, la cadencia de las voces— no es sólo decorativa: funciona como una capa de sentido. En Yiya, un gesto mínimo, una masa ofrecida con cordialidad, se carga de resonancias siniestras. La serie insiste en mostrar cómo lo doméstico puede alojar la violencia más letal, y cómo el montaje audiovisual vuelve legible esa tensión: cada plano parece dispuesto como si fuera una escena de teatro filmada, con una conciencia muy precisa de la distancia, la iluminación y la mirada ajena.
Un elenco que sostiene la teatralidad
El dispositivo formal no funcionaría sin un trabajo actoral a la altura. Julieta Zylberberg encarna a Yiya en su edad adulta, en los años en que el encanto social y la calculadora frialdad conviven en un mismo cuerpo. Cristina Banegas toma la posta en la vejez del personaje, aportando una presencia cargada de ironía, cansancio y opacidad moral. Pablo Rago, por su parte, interpreta al periodista que investiga y a la vez se deja arrastrar por la lógica escénica de la historia: su figura funciona como hilo conductor entre el caso real y su representación.
Alrededor de este trío se despliega un elenco coral —con participaciones de Mónica Antonópulos, Cecilia Dopazo, Diego Cremonesi, Boy Olmi, Miguel Ángel Rodríguez, entre otros— que habita el mundo de Yiya como si cada vínculo fuera una escena en sí misma: amistades, deudas, favores, chismes de barrio, todo se monta como un pequeño drama que prepara el clima del desenlace. Las actuaciones oscilan entre lo cotidiano y lo simbólico, logrando que la naturalidad de una conversación de sala de estar conviva con la sensación de estar presenciando un rito de revelación.

La desaparición de la pared
Más que contar “qué pasó”, la miniserie se detiene en cómo se cuenta y para quién. En su estructura, Yiya borra las fronteras entre testimonio, reconstitución y ficción: el periodista no sólo informa, también actúa; la protagonista no sólo recuerda, también parece dirigir el modo en que quiere ser recordada. El espectador, entonces, ya no es un ojo distante: es testigo-participante de una puesta en escena donde todos los roles se negocian.
En ese sentido, la serie no se limita a explotar el atractivo morboso del caso de la primera asesina serial condenada en la Argentina; lo utiliza como excusa para pensar la teatralidad del crimen y la puesta en escena de la culpa. El espacio doméstico —la mesa servida, el salón del departamento, el té compartido— se vuelve escenario del engaño, y la desaparición de la pared simbólica sugiere que las estructuras afectivas, financieras y sociales también pueden funcionar como escenografía de la manipulación.
Valor para el público y para la prensa
Para el público argentino, el nombre Yiya Murano sigue siendo sinónimo de mito criminal y de un tiempo histórico reconocible; para la industria audiovisual, el caso ofrece un material donde convergen memoria colectiva, interés policial y experimentación narrativa. Yiya, la serie, se planta justo en ese cruce: combina historia real, reflexión sobre el lenguaje, estética teatral y comentario social.
Como propuesta de prensa, el título no sólo permite hablar de “un nuevo true crime argentino”, sino también de una obra que ensaya otra forma de mirar el crimen: como acto escénico donde la protagonista, lejos de ser mero objeto de análisis, parece tomar el control de la escena y del relato. Al final, la invitación al té se revela como lo que siempre fue: la llamada al centro de un teatro sin paredes, donde la cámara, el público y la propia Yiya comparten el mismo salón iluminado.
